Perdemos más de lo que creemos. No solo llaves, los trenes o los vuelos. Perdemos instantes, miradas, momentos y perdemos pausas. Perdemos espacios en los que ya no cabemos y perdemos conexiones que no sabemos sostener. Perdemos conversaciones que no sabemos iniciar.
Y lo más triste: no nos damos cuenta.
La pérdida es más sutil, más doméstica. Es la pérdida de los pequeños momentos, esos que se escurren mientras “resolvemos la vida”. Una pérdida invisible, pero constante.
Tengo la sensación de que la vida adulta no se construye solo sobre lo que ganamos — llámese trabajo, independencia, estructura— sino sobre una sutil maquinaria de pérdidas.
Guardamos el café para cuando haya tiempo, las copas de cristal para cuando haya una celebración que lo amerite, la charla para cuando haya calma, el abrazo para cuando no duela. Pero ese tiempo rara vez llega. La vida adulta se convierte en una coreografía de urgencias que no deja lugar al asombro. Y sin asombro, todo se vuelve trámite.
¿Cuándo fue la última vez que te conmovió una conversación casual? ¿O que miraste tu ciudad como si la habitaras por primera vez? ¿Cuándo fue que empezaste a vivir con la sensación de que algo importante siempre está quedando fuera de cuadro?
Perder menos no es una invitación a acumular más momentos, más personas, más experiencias. Es, al contrario, una llamada a soltar el ruido que no deja escuchar el murmullo fino de la vida real. Esa que no se sube a redes. Esa que pasa bajito, como un susurro. Como la risa de alguien querido mientras lava los platos. Como un rayo de sol que entra por la ventana justo cuando estabas por irte.
Hoy hay que gestionar la vida. Alpañés, en una columna que leí esta semana en El País dice que el presente se queda en los huesos de las obligaciones, mientras el pasado se acumula y el futuro exige eficiencia. Lo sentí como una verdad incómoda. Lo que alguna vez fue vivir, ahora parece ser mantenerse a flote. ¿Cuándo fue que el tiempo libre dejó de ser espacio para la existencia y se volvió un to-do list de supervivencia?
Perder menos no es aferrarse
Es detenerse. Es no pasar de largo. Es dejar de vivir en modo borrador.
La pérdida más grave no es la de las cosas que no tuvimos. Es la de las que tuvimos, pero no habitamos. Las amistades que no cuidamos. Las palabras que no dijimos. Los cuerpos que dejamos de abrazar porque “ya habrá tiempo”.
La adultez nos da la capacidad de planificar. Pero también nos entrena para la ausencia. Nos volvemos eficientes en esquivar el presente. Y es ahí, justo ahí, donde hay que resistir.
Quizás por eso me conmueve tanto viajar —como ejercicio de atención radical. Cuando viajamos, todo se vuelve nuevo. No porque el mundo cambie, sino porque volvemos a mirar. Nos detenemos a oler el pan, a escuchar el mar, a observar el gesto mínimo de un desconocido. Lévi-Strauss decía que viajar era una forma de pensar. Yo creo que es una forma de volver a estar. A veces en otro país. A veces en el propio cuerpo.
¿Y si perder menos fuera eso?
Recordar que también somos lo que no hacemos cuando no estamos apurados. Que merecemos vivir momentos sin función. Que la belleza no está solo en lo extraordinario, sino en lo cotidiano bien mirado. Como el mate que se enfría mientras cae el sol mientras estoy sentada mirando el atardecer del Rio Potomac, por qué si, mirar atardeceres es mi momento no apurado y soy big fan.
Porque hay que hacer espacio para perder menos.
Menos tiempo.
Menos presencia.
Menos vida.
Y eso, quizás, no se trata de sumar actividades ni personas ni lugares.
Se trata, simplemente, de quedarse.
Quedarse un rato más.
Ahí donde estábamos por irnos.
A veces creo que el tiempo se me está escapando y hacer esta reflexión es casi un oximorón. Pero bueno, circular la palabra es quizás un ejercicio sutil de perder menos.
❤️ Que mi palabra te encuentre y te abrace.
Simplemente maravilloso Ro ✨🫶🏼